jueves, 18 de noviembre de 2010

Gladiadores

Un mundo diferente en una era distinta, la era de los gladiadores.
Hola, voy a presentarme. Me llamo Spartacus y soy un gladiador. Me gustaría que mi historia y la de todos mis compañeros no se perdiese, por lo cual prestad atención y no os arrepentiréis.
Para narrar esta historia tenemos que viajar al pasado, remontarnos al siglo I d.C. En esta época, las peleas de gladiadores se llevaban a cabo en ceremonias fúnebres para honrar al difunto, normalmente de clase alta.
Luego llegaron las terribles guerras púnicas, en las que celebraron los primeros torneos de gladiadores para entretener a la gente.
En un principio teníamos que luchar en fiestas privadas, pero gustaron tanto que pasaron a ser públicas.
Cuando entré en el mundo de los gladiadores, me explicaron varias cosas. Al anfiteatro acudiría gente muy prestigiosa, que ocuparía asientos reservados. También me enteré de algo que me animó a ser el mejor: los gladiadores famosos, si ganaban muchos combates luchando bien, llegaban a ser los favoritos del pueblo y podían conseguir la espada de madera, que significaba la libertad.

Los gladiadores éramos algo así como deportistas de elite; nos entrenaban muy bien y llegamos a ser tan importantes que se promulgaron leyes para regular el espectáculo (Leges gladiatoriae).
Ahora os hablaré de mi primer día como gladiador. Me llevaron a un campo de entrenamiento, donde me entrenó un lanista, que así se llamaba a los entrenadores. Cuando estuve preparado, un editor me compró y puso fecha a mi primer combate. La ciudad entera se llenó de carteles con mi nombre y el del organizador, el motivo de los juegos, el número de parejas de gladiadores participantes, la fecha y el lugar fijados.


Y llegó el gran día. En el Coliseo aparecieron en primer lugar los músicos, y, detrás, nosotros. Nos llevaban en unos carros y teníamos que saltar a la arena, dar una vuelta con aire militar enseñando nuestra armadura. Nos paramos frente al palco, donde se encontraba el César, levantamos la mano derecha y gritamos: “Ave, Caesar, morituri te salutant”.
A partir de ahí empezaba el espectáculo: se dejaba la arena libre, sonaban unas trompetas y animales salvajes salían a luchar entre ellos. Cuando la gente perdía interés se soltaban unos zorros con teas ardiendo en sus colas, que causaban el terror entre las fieras. Yo oía cómo el público daba alaridos de placer. De pronto vi cómo los venatores luchaban contra los animales supervivientes.
Unos compañeros míos se estaban preparando para combatir: eran los andabatae, entrenados para luchar a ciegas.
Cuando acabaron llegó mi gran momento. Tocaba la lucha entre los gladiadores. Entonces el editor se me acercó para decirme que no matase a mis compañeros. Así me enteré de que algunos combates ya estaban amañados.
Pero otros no tenían tanta suerte. Algunos compañeros míos caían, en ese momento los empleados de la arena sacaban un hierro al rojo vivo de un brasero de carbones calientes para comprobar si aún vivían. En este caso, se le quitaba el casco y lo remataban con un golpe de martillo en la cabeza. Mis ojos no daban crédito, lo arrastraban hasta sacarlo por la puerta de la muerte. Pregunté qué iba a pasar con él, me dijeron que lo llevarían al spoliarium, le quitaría la armadura y lo entregarían a los carniceros para convertirlo en comida para las fieras.

Al ganador se le entregaba una palma y un cuenco lleno de oro.
Tuve que luchar durante tres años y pasé otros cinco como esclavo en la escuela. Nuestro día a día allí no era fácil: nos exigían un duro régimen de disciplina y entrenamiento. Nuestras jornadas llegaban a  nueve horas diarias durante seis días a la semana. Nuestra vestimenta y nuestras armas llamaban la atención a mucha gente, pero en realidad entrenábamos con armas de madera, especialmente pesadas para fortalecer nuestros músculos.

No sólo nos enseñaban a matar, sino también a morir adoptando una postura adecuada para recibir el golpe de gracia. Aparte de eso no vivíamos mal, teníamos una buena alimentación y cuidados médicos, e incluso masajistas.
Esta es mi vida, ahora soy un hombre libre, he conseguido ver mundo y formar una familia. Espero tener siempre presente de dónde vengo.
Ana  Carmena López

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